Revolución, pueblo y oligarquía: una reflexión sobre la revolución sandinista
Fue utópico, fue esperanzador porque era un tiempo de cambios y transformaciones en Hispanoamérica y el mundo, cuando la guerra fría parecía estarse resolviendo del lado de “la humanidad”, relegando a los partidarios de autoridades rígidas al tiempo pretérito.
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Para el sociólogo italiano Roberto Michels, en toda sociedad humana existe una “ley de hierro” que la lleva inevitablemente a ser gobernada por oligarquías. Podríamos decir que la historia reciente de Nicaragua no es sino un caso muy didáctico de esta tendencia.
Incluso aquellos que se declararon enemigos de la jerarquía injusta, adversarios de todo aquello que sonase a poder por sí mismo, sin un beneplácito de “el pueblo” —como sea que lo definan— acabaron cerrando filas en una oligarquía
Apenas una liviana capa de pintura popular (o populista) encima de su utilería para discursos los diferencia de los hombres que relegaron a ser otro capítulo en los libros de historia. Y aunque terrible, fue esa una buena oportunidad para que todos aprendamos, una especie de lección generacional que bien nos haría ir interiorizando.
Cuando el régimen somocista, que también se declaró en algún momento portavoz de “el pueblo”, se tambaleó y sucumbió ante presiones externas e internas, un discurso se fue construyendo desde esa misma convergencia de pesos políticos sobre la nación.
Fue utópico, fue esperanzador porque era un tiempo de cambios y transformaciones en Hispanoamérica y el mundo, cuando la guerra fría parecía estarse resolviendo del lado de “la humanidad”, relegando a los partidarios de autoridades rígidas al tiempo pretérito.
Pronto se alcanzó masa crítica una fiebre colectiva como ninguna otra que hayamos visto que nació a la fuerza, de la más atroz violencia de la guerra contra la crueldad somocista, pero a la vez fue un arrebato, descubrirían muchos, de un fanatismo más cercano a la ceguera religiosa que a la calma y sobriedad del “nuevo hombre”, ese humanista por venir referido en los planteamientos de teóricos y propagandistas.
En ese sentido, la comparación inevitable con el abril de 2018 no es justa para ninguno de los dos eventos. Todo el mérito que pueda celebrársele a la revolución sandinista debe mediar primero con la inmensa cantidad de sangre y destrucción que dejó en su camino, y con el legado de una política hecha más violenta a perpetuidad.
Abril de 2018, fuese por circunstancia o por elección, escogió definirse en oposición a esa violencia. Habiendo identificado al Estado actual como una extensión de la violencia de aquella época, los manifestantes rechazaron continuar con la mitología del revolucionario salvaje desatado contra la sociedad que pretenden corregir.
Más bien, el revolucionario de abril de 2018 es la persona común atrapada en ese proceso tan constante como ineludible de lucha y sustitución de élites políticas. Al no tomar las armas, se negaron a protagonizar otra ocupación convulsa del poder.
Algunos creerán que fue un error, que aquel afán pacifista condenó al movimiento opositor, pero midiendo todas las fuerzas y analizando los distintos escenarios posibles, realmente no había manera de “ganar” en el sentido tradicional de la palabra, enfrentados a una maquinaria represora que se venía estructurando desde hacía décadas.
La victoria fue el desenmascaro de este régimen ante el resto del mundo, el desvelo del papel de las élites que alguna vez se dijeron sus enemigas en su sostenimiento, la disipación de esa fiebre colectiva llamada “revolución” para millones de los nuestros. Una victoria amarga, quizá pírrica dirán, pero victoria al fin.
Esa fue la victoria de “el pueblo”, si pensamos que “el pueblo” en realidad es ese ente consciente del que tratan de adivinar la voluntad por plebiscitos y censos; ahora el destino de Nicaragua depende de los líderes de esas oligarquías inevitables que en el extranjero se articulan y esperamos que esta vez no sueñen con convertirse en héroes de guerra, sino en verdaderos servidores del interés nacional.
Nosotros pensamos en nuestra serie como una advertencia para los liderazgos tanto como una ilustración para los liderados. No sólo de retórica y discursos se construye un país. El que lo crea acabará reemplazando a Daniel Ortega, trasnochado sobre gestas que nunca vivió mientras, a su alrededor, todo se sigue derrumbando.