Las lecciones de la república de los 90
No había necesidad de reavivar la violencia, pero sangre siguió derramándose tapada por consignas pacifistas e informes triunfales.
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“La gente quería que a los sandinistas se les echara presos, que se les expulsara del país y ese no era su compromiso, eso no es lo que estaba en el programa de gobierno (de Violeta Chamorro), que era comenzar, por primera vez, a andar el camino de la democracia y eso significa que, cuando uno sale electo, uno pasa a ser el presidente de todo el país”.
Esas fueron las palabras de Antonio Lacayo Orangurén, figura clave en la administración de doña Violeta Barrios de Chamorro cuando, en 2004, Confidencial lo entrevistó para un documental conmemorativa de, en palabras de la ex-presidenta, la “primera elección democrática en la historia de este país”.
Si bien hubo sectores de la oposición de entonces sin duda ansiosos por una represalia contra todos y cada uno de los colaboradores de la revolución sandinista, a estas alturas debería ser consenso histórico que el colapso de la república de los noventa fue, si no es que totalmente, al menos en gran medida responsabilidad de la tolerancia y hasta colaboracionismo de los gobiernos liberales con los reductos del poder sandinista tras la dictadura.
Los apologistas podrán asegurar que no había manera de sobreponerse al sandinismo, que su influencia en las instituciones y su capacidad de movilización popular era demasiado poderosa y que ningún gobierno liberal pudo haberle hecho frente.
Cuánta fuerza poseía el sandinismo en ese entonces es difícil de evaluar con exactitud, pero sus debilidades eran evidentes. Nadie concede una guerra ganada y así como un gran sector se volcó en apoyo a la bandera rojinegro, los resultados de las elecciones que dieron a doña Violeta la victoria demostraban una polarización lo suficientemente amplia como para que el liberalismo la utilizara.
El país se había desilusionado de las promesas revolucionarias, el utopismo sandinista había colapsado sobre sus errores y crímenes de lesa humanidad. Si no era el momento perfecto para herir fatalmente a esa organización partidaria, ¿cuándo sería?
No había necesidad de reavivar la violencia, pero incluso en eso la estrategia de apaciguamiento a toda costa fracasó porque, de todas formas, recontras y recompas se enfrentaron, sangre siguió derramándose tapada por consignas pacifistas e informes triunfales.
La idea de una “presidencia de todos” no funciona si bajo ese sistema se toleran los discursos destinados a desmantelarla. Que criminales de guerra como Daniel Ortega permaneciesen incólumes, con liderazgo, espacio y representación en el gobierno fue testamento de la excesiva tolerancia de las presidencias más justas del interregno liberal.
Pero lo que cimentó el regreso del sandinismo al poder en Nicaragua fue la alianza que establecieron con la personalidad de Arnoldo Alemán. Incluso si en lugar de Alemán hubiese gobernado un presidente excesivamente apaciguador, al estilo de doña Violeta, una presidencia antisandinista, más al estilo de don Enrique Bolaños, sin las distracciones de la corrupción dentro del liberalismo, habría bastado para ponerle fin a las pretensiones del absolutismo sandinista.
Si la presidencia de doña Violeta sirvió para enseñarnos que la buena voluntad no hace necesariamente a un buen presidente, Alemán nos advierte que el caudillismo no es un mal completamente superado ni aunque cada cuatro años haya un nombre diferente a la cabeza del Estado.
Al mismo tiempo, las presidencias liberales nos enseñan, en sus características positivas, el prototipo de administración necesitada para el sostenimiento de una democracia en Nicaragua.
La postura apaciguadora de doña Violeta habría de integrarse al pensamiento económico y probidad compulsiva de don Enrique Bolaños, tanto como, para bien o para mal, el carisma y la personalidad atrapante de Alemán han de considerarse virtuosos si dedicados al bien. Estas son características a cultivarse dentro de los liderazgos democráticos que surjan porque ya la antorcha del liberalismo yace apagada, sus banderas manchadas, sus nombres adosados a las compañías más nefastas.
Aquella experiencia puede que incluso nos sirva para plantearnos otros aspectos de la gobernanza democrática. ¿Cuál es el lugar de la justicia social en la Nicaragua por venir?, ¿qué principios guiarán las gestiones del futuro?, ¿hasta qué punto se puede y debe regular la economía? Esas áreas del quehacer político no eran entonces concebidas a como hoy lo hacemos y en donde el sandinismo encontraba un espacio abierto para sacar de entre los más necesitados una amplia militancia, la democracia por venir habrá de abordar sus necesidades para permitirles ser ciudadanos plenamente.