La victoria de monseñor Rolando Álvarez
La valentía del obispo Álvarez, nacida de la fe y amor a Cristo, ha sido reconocida a nivel internacional, pero sobre todo por los fieles que aún resisten tras el telón de acero sandinista.
Créditos
El viernes 19 de agosto de 2022 es uno de esos días que no podré olvidar. A eso de las 11 de la mañana, estando de viaje entre Madrid y Barcelona, recibí un mensaje de un cura nicaragüense –ahora exiliado- diciéndome que la Policía del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo entraba ilegalmente en la Curia Episcopal de Matagalpa para llevarse detenido al obispo Rolando Álvarez, luego de un asedio feroz de dos semanas. Casi por inercia, llamé a mi colega periodista José Calderero de Aldecoa -redactor del semanario católico Alfa y Omega del Arzobispado de Madrid- para decirle con voz nerviosa: “Se lo han llevado, Josete. Démosle difusión máxima, por favor”.
Aquel viaje a la ciudad condal me pareció eterno, entre llamadas de periodistas latinoamericanos y gente al interior de Nicaragua –entre ellas, mi madre- a la que tuve que dar una palabra de consuelo frente a una de las mayores arbitrariedades que ha cometido el régimen de Managua desde el inicio de la grave crisis sociopolítica que vive mi país hace seis años. Traté de mantenerme profesional y sereno hasta que llegué a destino. En la estación ferroviaria de Sants, la situación me rebasó y no pude más. Lloré de impotencia. “¿¡Cómo es posible que estemos llegando a estos niveles de atropello en nuestra patria!?”, me repetía.
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Monseñor Rolando Álvarez cumplió más de quinientos días judicializado y encarcelado injustamente, compartiendo la suerte de sus compatriotas represaliados, hasta que fue excarcelado y enviado al destierro el pasado 14 de enero de 2024. Se convirtió –sin buscarlo- en símbolo de todo un país que sigue luchando pacíficamente frente al totalitarismo por la construcción de una patria de hermanos, con libertad y democracia. La voz del pastor sencillo al que quisieron amordazar encarcelando, se hizo así más conocida, respetada y admirada en el mundo.
La valentía del obispo Álvarez, nacida de la fe y amor a Cristo, ha sido reconocida de forma tangible en varios premios internacionales en los últimos dos años. En aquellos que se le han concedido en tierras españolas –el más reciente, el Premio LIBERTAS, a finales de mayo- he participado brindando unas palabras sobre este gran hombre de fe y ciudadano nicaragüense ejemplar.
En aquel discurso, expresé que el galardón LIBERTAS Internacional a monseñor Álvarez honraba también a sus hermanos en el Episcopado, los obispos Silvio José Báez e Isidoro Mora, que también sufren de un cruel exilio. Así mismo, dije que se unían a este reconocimiento los religiosos, sacerdotes y laicos a quiénes el orteguismo persigue por ser testigos valientes del Evangelio en medio de la persecución religiosa ordenada por la dictadura en contra de la Iglesia.
Casi al finalizar mis palabras, aseguré que “la libertad del obispo Rolando y su reconocimiento internacional en la defensa de los derechos humanos, anticipa la victoria pacífica del pueblo de Nicaragua”.
Una semana después, el arzobispo de Uviéu, monseñor Jesús Sanz Montes, entregó el galardón a nuestro compatriota obispo, que hizo una breve visita por España. Fue entrañable verle libre, visitando lugares como el Santuario de la Virgen de Covadonga o la Catedral de Sevilla.
Cuando vi las fotografías del obispo Álvarez en España, me acordé de aquella homilía de San Óscar Arnulfo Romero, que sintetiza la predicación de mi compatriota y la de toda la Iglesia en Nicaragua durante estos seis años: “Jamás hemos predicado violencia. Solamente la violencia del amor, la que dejó a Cristo clavado en una cruz, la que se hace cada uno para vencer sus egoísmos y para que no haya desigualdades tan crueles entre nosotros”.
Sin duda, la libertad de monseñor Álvarez nos deja a los nicaragüenses, pero fundamentalmente a todos los cristianos, con fuerzas para seguir resistiendo al mal con el bien, al totalitarismo con la no-violencia, al odio de los déspotas con la fuerza del amor y la solidaridad.
“El amor todo lo espera” y “la esperanza no defrauda”, ya anticipó San Pablo.